Interminable historia la del río que nace donde el destino le deja y muere aparentemente siempre en la cota cero al reunirse con las aguas marinas. El río vive entre nosotros en un intervalo de tiempo en el que pueden pasar y pasan muchas cosas.
Baja rodando la cuesta por la que comienza a suceder su interminable historia. Y su lecho se va ampliando, mientras gota a gota, el caudal se va incrementando y alegra el cauce. Se ve limitado por márgenes más o menos rígidos, fortalecidos por ribereños que también conocen la interminable historia de las avenidas. Aquellas que sus antepasados les contaron, las que leyeron y sobre todo, las que han vivido.
Rueda el río por la cuenca alta, hasta que la velocidad de sus aguas comienza a disminuir en las cuencas media y baja. La pendiente se va reduciendo, porque el mar se va también acercando. Allí tiene oportunidad de expandirse y relajarse en un charca de croantes ranas. Y, una vez superada, vuelve a rodar en busca de su final aparente. Se suceden sin cesar meandros, encauzamientos y tramos más o menos rectificados.
La vida bulle a su alrededor, comienza a recibir vertidos más o menos contaminantes, para llegar a saber que no solo los afluentes cristalinos le regalan caudales. Y por fin llega al mar, donde le espera el poeta, para que la corriente le haga llegar su murmullo, mientras le cuenta su interminable historia.
El río no lo sabe, pero el poeta sí. En el mar no acaba nada, solo vuelve a empezar. Nuevas gotas caerán de nubes viajeras allá arriba para poblar su cauce. Una vuelta a empezar que se repite una y otra vez. Porque todos los ríos piden a las nubes que su saliva les caiga encima, como quien escupe al cielo antes de escribir una redondilla como esta.
Lorenzo Correa
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