El poeta estaba agotado de pasar calor. Le parecía en ese verano sin fin que invadía el otoño, que su vida transcurría en una fragua. Imaginó un río alpino, con una temperatura bonancible y un paisaje ameno. Y surgió la lira con la visión del agua circulando en tan bello recinto. En ese momento, sintió la llamada del agua.
Entonces, recordaba a Garcilaso de la Vega cuando escribió: Si de mi baja lira tanto pudiese el son que en un momento aplacase la ira del animoso viento y la furia del mar y el movimiento...».
Y estos versos le llevaban a a San Juan de la Cruz en una de sus liras sublimes: «Buscando mis amores iré por esos montes y riberas, ni cogeré las flores, ni temeré las fieras y pasaré los fuertes y fronteras.» Así era como intentaba que los poemas refrescaran los ardores veraniegos. Insuflando ráfagas de aire fresco verso a verso. Por eso , se decidió a componer también una lira, inspirado en los clásicos que desde Italia la trajeron en el siglo XVI.
Sin darse cuenta, en sólo cinco versos, pudo liberarse del agobio de la fragua. Respirar hondo imaginando agua. Valorarla discurriendo por el bravo río, dejándose llevar, lenta y sosegadamente cuanto más aguas abajo, a saciar sedes y regar cultivos. A refrigerar motores y generar energía eléctrica.
De nuevo, como la poesía, pero esta vez en forma de lira, el agua traía la vida al agobiado. Y la esperanza en que el otoño ejerciese el protagonismo que la naturaleza le otorga. Para refrescar, mojar y ayudar al invierno a coger en buenas condiciones el testigo de su relevo.
Pronto el río estará helado. Mientras, la lira nos apaga el fuego y nos reconcilia con el mundo y la vida alegre.
Lorenzo Correa
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