El río estaba seco y marrón. Las aguas marronosas ocupaban a duras penas el cauce. Y yacían exánimes sobre el lecho calcinado por los soles y olvidado de las lluvias. Pálidos cantos rodados moteaban el escenario río, con algunos árboles que intentaban seguir respirando en el final del estío. El sol brillaba con fuerza, y el calor era sofocante.
En medio del cauce, elegí una roca para sentarme y mirar alrededor con tristeza. Recordaba con nostalgia el paisaje que siempre rodeaba a aquel lugar tan especial para mí. En la niñez, mágico paraje de juegos con amigos. Espacio de baño, siempre asociado al verde , nunca al marrón, a emociones alegres y a una diversión constante
Pero hoy el río era una charca marronosa. Y su cuenca no podía aguantar más el azote de la sequía. Sus campos, yermos, sus árboles, marchitos. Por eso la vida huía de ella.
De repente, escuché una voz que me llamaba. Miré hacia arriba y vi a un pájaro posado en la rama de mi aliso favorito de un árbol. Y comprendí que el pajarillo, también marrón, con su pico largo y curvo, me estaba dedicando su canción.
En ese momento la tristeza se desvaneció y una sonrisa espontánea se dibujó en mi rostro. Porque aquel pajarillo estaba intentado animarme. Sin hacer ruido, me levanté y me acerqué a él. Para mi sorpresa no se movió y noté cómo me observaba. Me acerqué a él para acariciarle y él se refugió en mi mano como en su nido para darme una sensación de paz.
Entonces me di cuenta de que, aunque el río estuviera seco, seguía habiendo belleza en su espacio fluvial. Me despedí de mi emplumado amigo cantante y me fui alejando
Sabía que mi río volvería a fluir algún día. Y que, cuando eso sucediera, yo estaría allí para celebrarlo. Para olvidarme del marrón
Lorenzo Correa
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