Nada hay vivo si hay sequía


La variabilidad del agua permite al ser humano hacerse su amigo, porque ambos somos variables.  Por eso nos necesitamos tanto. Pero ahora, al final del invierno, el agua no está en las catalanas cuencas internas. No acude a nuestro reclamo cuando la llamamos. Y es que a veces se porta como una buena amiga y  a veces no. Quizás la sequía fuera un castigo silencioso que el agua nos administra por lo mal que nos portamos con ella. Por ensuciarla, por obligarla a ir donde no quiere y por quejarnos de su  prologada ausencia tanto como de su abundancia desmesurada.

Agua pasajera y traicionera, aveces. Como nuestra alma. Eterna en contrastes, ora suave, ora peligrosa. Fugaz hasta desaparecer y no dejar rastro en la sequía que nos deja tan sedientos como tristes. O arruinados.

Le componemos poemas al agua para recobrar nuestra amistad. Y cuando la la ya tenemos, para no perderla. Pero ella, con la sequía o las inundaciones, vuelve a distanciarse de nosotros. Mortal y peligrosa si nos confiamos. Vengativa, si nos excedemos en la confianza. Pero necesaria.

Cuando la sequía aprieta llamamos al agua desconsoladamente. Y, como el poeta le imploramos que al venir nos haga de todo, menos falta.

Aunque un tiempo más tarde, nos haya hecho tanto caso, que tengamos que rogarle que se vaya por donde ha venido antes de ahogarnos. Y es que el agua nos da mucho trabajo, seamos o no poetas.

Nuestra vida no deja de ser un diálogo continuo con el agua para que nos atienda o nos olvide. Hasta que aprendemos que ella también tiene su alma en su almario. Por eso, en el fondo nos parecemos tanto y replicamos su sequía con nuestra tristeza y su inundación con nuestras pasiones desatadas.

Mientras lo hagamos, estaremos vivos. Cuidado con el agua. Ojalá se acabe pronto la sequía para  que las piedras puedan volver a lavarse los pies en los ríos, como escribió Ramón

Lorenzo Correa

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