El mar pliega sus alas


El agua marina de atardecida, en un día calmado, relaja. Cuando cae el sol, hay un momento en el que nada nos priva de contemplar la línea del horizonte mojada por el agua. Las alas de los pájaros descansan y también las del mar.

Pliega el mar sus alas en la noche misteriosa. Nada vuela excepto la ensoñación del agua hacia las nubes, esa que no necesita alas para ascender libre y ufana al cielo. Cae la noche y los últimos bañistas devotos del sol se despiden de él hasta el día siguiente.

Llegan los pescadores, ansiosos de conversar con la luna. Tienen mucho tiempo para ello en su  larguísima interacción con el agua. Solo deben esperar a que de ella salga el fruto de sus deseos. Ese que tampoco tiene alas.

Agua levemente agitada por las olas, oscuridad creciente, olor a yodo en su maresía. Los contornos de la costa se desdibujan y el poeta va recogiendo en su corazón los ingredientes necesarios para componer su poema.

Las palabras, que sí que tienen alas, van volando de su corazón hacia su mente. Se agitan y se alinean en versos como por arte de magia. Cuando éstos llegan a once, el corazón deja de latir por un segundo. Es el final de la inspiración. Y el poema ya construido se refleja sobre el agua brillando fluorescente. El poeta lo ve nítido, con letras excitadas por una sustancia enigmática que absorbe radiaciones poéticas. Lo fija en en papel y el mar se apaga al desaparecer la excitación.

El trabajo está hecho, ya podemos plegar también nuestras alas  y abandonar la playa, dejando al mar que duerma y a los pescadores que continúen buscando y extrayendo los tesoros marinos que buscan en el agua con frución

 

 

Lorenzo Correa

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