Hace un siglo que Lucien Briet, pirineísta de pura cepa, culminó su viaje por las sierras centrales del Pirineo. Recorrió con fruición la Sierra de Guara, el Somontano de Barbastro y el Sobrarbe. Y de sus vivencias y experiencias surgió ese libro imprescindible para los amantes de la alta montaña y sus aguas que se titula  «Soberbios Pirineos«. En él, los cañones adquieren un protagonismo estelar.

Y en  homenaje al primer siglo  este viaje centenario, hoy vamos a disertar sobre cañones. Relataba Briet con prosa de viajero y naturalista cómo entre las grandes manifestaciones de la naturaleza descollaba el estrecho desfiladero. Aquel  por el que discurría un torrente de cantarinas aguas que llamaban al caminante a saciar en ellas su sed.

Era su manera de narrar la emoción que le producía el encanto de los cañones. Y sus poéticas fuentes recubiertas de musgo. Cascadas escalonadas, rocas de vivos colores lamidas perennemente por caudales desbocados. Con la fuerza imbatible de  su primera juventud.

Suave sinfonía de hojas que se agitan al viento y  nos llaman a acudir desde nuestro campamento nocturno. La fuerza del agua viva cuando se escucha al calor del fuego.Y al  resplandor de sus llamas. Ríos pirenaicos llenos de fuerza, bravura y poesía.

Así nos sentimos nosotros cuando divisamos el río Bellós. Y uno de sus cañones, el de Añisclo al pie del Monte Perdido. Perdidos entre ellos, encontramos la calma de la poesía del agua. Esa que está en el limbo de las pozas pirenaicas. Baño reparador oyendo el agua que transcurre por pacíficos cañones. En un verano seco y prolífico en hacernos escuchar el estruendo lejano de los otros cañones, los de la guerra.

Lorenzo Correa

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