A un alcornoque en el cauce


Paseando por una amplia y concurrida avenida de una de las innumerables ciudades costeras mediterráneas españolas, nos topamos con un cauce urbano. A pocos centímetros de nuestros ojos, destacaba la silueta añosa de un alcornoque autóctono.

Aunque tenemos experiencia, más por edad que por sapiencia, nos costó bastante identificar como cauce lo que veíamos. Y de repente, se nos ocurrió pedirle al alcornoque que nos explicara cómo era aquel cauce cuando él era más joven.

Confiamos de antemano en que su respuesta sería objetiva, porque el alcornoque tiene una piel muy gruesa. Cierto es que, a diferencia de la piel humana, carece de sensibilidad exterior. Pero también lo es que cuando el sacador corchero saja la primera corteza, la segunda piel es tierna  y rosada como la mejilla de un niño.

Y el alcornoque habló. Para explicarnos que lo que ahora veía, caótico y deslavazado, había sido un humano cauce mediterráneo por el que los caudales, cuando había, discurrían a sus anchas. Pero también nos dijo que en aquella época, los habitantes de aquel pequeño poblado de pescadores no disponían del bienestar material que ahora tienen sus descendientes. Tampoco había oído jamás hablar en idiomas de países muy lejanos, porque no había turistas.

Mira este bar, colgado sobre el margen. Aquí los clientes vienen a relajarse y divertirse, en zona de servidumbre. Y al otro lado, sobre el margen se estaciona en su garaje un caro modelo de automóvil.

Finalizó su discurso hablando de algo que él, como buen alcornoque conoce. La maleabilidad de su piel, de ese corcho que le abriga. Y sentenció: Tan maleable como el corcho que me sacan ha sido este cauce. Solo se necesita una herramienta adecuada para dejarme desnudo.Como a él.

Mi piel es capaz de flotar y dejarse llevar por la avenida o por la marea. Y sobrevive a las tormentas más terribles, para acabar luego adornando un nacimiento. Pero es tozuda, resiste al tiempo. Como nuestro humano cauce de hoy, pensamos nosotros, observando los restos del naufragio que se ofrecían a nuestra vista

 

Lorenzo Correa

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