Caen las sombras sobre el río urbano. La luna no vierte en él ningún rayo de su pálida luz velada por las nubes. Nocturno en el río que discurre por la ciudad saludando a una incipiente primavera que no se atreve todavía a separarse del invierno.

La selva negra del cauce de aguas altas se desvela cuando la luz de las farolas descubre sus sueños. Ambiente nocturno tranquilo en el río, sombría alcoba de los noctámbulos impenitentes. No hay márgenes ni riberas feraces. Solo muros de encauzamiento que pretenden sujetar al río y abrocharlo con el vetusto puente de piedra.

De repente, la luna aparece entre pálidas nieblas y su luz abre los tres ojos del puente como platos. Observamos que los caudales de este nocturno río solo mojan el ojo central. Los otros no recuerdan cuando dejaron de estar húmedos.

Dulce noche para pasear el río domesticado mientras oímos el amortiguado ruido del agua entre los muros. Qué lejos de aquellas noches trágicas en las que las nubes dejan ir aguas indómitas para arrastrar con ellas tapones para el puente. Esas noches, el nocturno del río olvida su placidez. Recuerda a un turbulento y sucio mar plagado de tenebrosos habitantes.

El puente desparece por unas horas y el agua invade calles y avenidas. Los coches bajan a conocer el cauce que siempre habían visto desde lo alto en su estacionamiento de pago.

Más tarde, todo se calma. Toca limpiar y maldecir. Contar los daños y pedir responsabilidades. Pero siempre vuelve la calma para regalarnos un nuevo nocturno de río mientras la madrugada acompaña a la ciudad hasta que el sol vuelva a salir

 

Lorenzo Correa

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