Por la noche, oímos truenos. Y llovió con fuerza. Nos levantamos intrigados por lo que habría pasado en nuestro río. Ese que nos incita a componer poemas. Fuimos a verlo. Y contemplamos la crecida.

Admiramos ese aumento de caudal de ríos, arroyos y riachuelos que tanta alegría reparte entre los ribereños. Aunque esta vez , afortunadamente, el agua de la crecida no hizo que la sangre llegara al río. La tormenta nocturna produjo en el cauce un espectáculo efímero de luz y sonido. Y hacía mucho tiempo que no sucedía. Una crecida amable. Y tan poética que allí mismo, con un pie en el barro de la ribera, se nos apareció el poema de la crecida.

El río se había vuelto simpático y efervescente. se alegraba de acoger caudales de aguas contentas. las mismas que glosara Juan Ramón Jiménez, bautizándolas como  » espejeantes y copiadoras de lo infinito». Las aguas de la crecida.

Nos acercamos todo lo que pudimos para tocarlas. Oímos su risa y adivinamos su futura transparencia. Desde la orilla, imaginamos el lecho del cauce, feliz de estar tan erosionado como rellenado. En un cambio impredecible de la geometría de su sección. porque la crecida hace  y deshace cauces y los ingenieros se devanan los esos para predecir las nuevas e inefables secciones.

Pero los poetas no hacen caso a los períodos de retorno. Van, sienten, imaginan y escriben. Dejan a los juncos que hagan gimnasia  y den lecciones de resiliencia. Eso sí, mejor esperar a verlo todo bajo la luz del sol, mientras la crecida va disminuyendo en intensidad. Hasta la próxima y ojalá que esta crecida haya encajado en la delimitación de zonas inundables del tramo.

Lorenzo Correa

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