Del embalse vacío al deslizamiento. El agua mata en Petrópolis.


La sequía vuelve a protagonizar las noticias climáticas en España. Como suele ser habitual una vez por década, el anticiclón de la Azores persiste en su posición de bloqueo. Y la lluvia no llega a la Península Ibérica. Como el agua es una buena arma arrojadiza en el ring de la política, las quejas comienzan a surgir imparables cada vez que los medios de comunicación nos enseñan un embalse vacío.

Pero al otro lado del Atlántico sí que llueve. Y en Petrópolis, cerca de Río de Janeiro, quizás muchos hubieran deseado que el anticiclón se quedara allí en lugar de venir a España. Las lluvias han sido muy intensas, aunque también relativamente esperables en la zona. Pero los deslizamientos de los taludes sobre los que asientan sus precarias viviendas los más necesitados, han sembrado la desgracias y el terror.

En ambos continente hay terror al agua extrema. Porque no cae o porque cae con fruición y furia desatada sobre asentamientos humanos que solo pueden realizarse en laderas de gran pendiente.

Lechos de ríos secos, suelos agrietados, vegetación agonizante. Enfrente, aludes  de lodo que todo lo arrasa. Vidas, haciendas y bienes amenazados y destruidos por el agua. Y la necropolítica y sus buitres carroñeros, sobrevolando siempre la escena. Pasado, presente y futuro del agua cuando su presencia no es la justa.

Muchas personas en Brasil  y en todo el mundo creen que el culpable de todo es el cambio climático. Sea como fuere, es evidente que en esos taludes brasileños no debería asentarse ningún ser humano. Sin cambio climático, esos barrios seguirían siendo terribles para residir en ellos. Con lluvia, el problema no es que el agua llegue a tu casa, sino que tu casa llegue al agua deslizando por la ladera. Y si no llueve el problema sí que es el de que el agua llegue a tu casa. Siempre hay un problema.

En Petrópolis la mayoría fallecieron por haber sido arrastrados y sepultados por una avalancha de lodo  Los cuerpos encontrados yacían a cientos de metros de su vivienda, en la base de la colina favelera. Otros muchos no podrán ser enterrados por sus familiares. Pero lo peor está en que los que viven en esas laderas y en esas circunstancias no tienen más opción que volver a asentarse como puedan en el mismo lugar o en otro similar.

A diferencia de la sequía, que siempre acaba terminando, estas inundaciones nunca acaban. Aunque deje de llover, las secuelas de sus efectos llegan hasta que acontece la siguiente avenida. Es el cuento de nunca acabar. Porque no se acaba la residencia en tan peligrosos lugares de personas que no tienen a donde ir. No nadie que les lleve a otros asentamientos más seguros. Tampoco en Petrópolis

Analicemos en profundidad la problemática. Primero, veamos qué pasó en Petrópolis y después qué les pasó a los petropolitanos. Brasil, como hemos relatado en estas páginas, desde hace años se ve afectado por fenómenos meteorológicos extremos. Intensas sequías seguidas de lluvias torrenciales. La consecuencia de las segundas, para los más pobres, son los letales deslizamientos provocados por las lluvias.

La noche del pasado día 15 de febrero, el cielo estalló sobre las colinas de Petrópolis. La ciudad está tan solo a 70 kilómetros al noreste de Río de Janeiro. En pocas horas, la ciudad estaba inundada, al recoger la precipitación que normalmente cae en un mes. Consecuencias: 200 muertos y cientos de desparecidos. Todos faveleros.

La primera consecuencia de los hechos relatados, estremece. La forma de vivir en laderas pronunciadas de materiales inestables y en soluciones habitacionales de gran precariedad en cuando a los materiales usados, es tan peligrosa como inaceptable.

No es de recibo vivir desafiando la orografía y la gravedad. Pero así viven los pobres. En Brasil y en otros muchos países, desarrollados o no.

Por ello, cada vez que la Naturaleza enseña su cara menos risueña, los medios de comunicación se llenan de esquelas de pobres y de alusiones al cambio climático.

Además, los fenómenos extremos se multiplican y hay más personas viviendo en estos lugares peligrosos. Por lo tanto, las noticias son cada vez peores. La atracción imparable de la megápolis  y la gran tasa de reproducción humana en estos ámbitos hacen que los barrios de favelas crezcan sin tasa. Y al haber más masa crítica en la zona de lluvias, hay más consecuencias trágicas.

Este aumento de vulnerabilidad es una auténtica una bomba de relojería que explota irremisiblemente varias veces al año. Por esa razón, las favelas ya son un endemismo en Brasil. Y lo son, debido a que las enormes condiciones de desigualdad existentes fomentan la pobreza. El problema es que la ingente cantidad de pobres existente no puede acceder al mercado inmobiliario formal. Una de las principales consecuencias de esa necropolítica imperante que  empuja irremisiblemente hacia laderas inestables a todos los excluidos, que, como cualquier ser humano, necesita un suelo y un techo bajo el que vivir.

Sea por falta de recursos nacionales, por incapacidad logística o por esa voluntad “necro” política, hay 4 millones de brasileños residiendo en laderas inestables y rezando para que no llueva más que lo justo. Porque no pueden salir de esa ratonera.

Primero fueron las casas de tierra, sin despacho, ni salón. Sólo con dormitorio, comedor y el gran salón de los tesoros. Eran auténticos hormigueros humanos, de sólo una familia. Después salieron las primeras cabañas como tiernos brotes de las primeras casas hechas con cal y cantos rodados. Más tarde, brotaron las primeras casas, sólo con piso bajo. Un poco después, las de un piso y ya, sin interrupción y bastante sincrónicamente, las de dos y de tres. En estas se detuvo la iniciativa durante muchos años. Parecían temer los urbanizadores que el cielo se volviera en contra de ellos si hacían casas más altas. A finales del siglo XIX, aparecen las casas de cinco pisos y al inicio del siglo XX, las de seis y siete, que pronto dejaron paso a los rascacielos”

Así explicaba Ramón Gómez de la Serna la génesis del crecimiento urbanístico de nuestras villas y ciudades. En las favelas se han quedado en los inicios. Casas de tierra, sin despacho ni salón. Los faveleros no tienen a donde ir. Llegan, se sitúan allá donde nadie se lo impide y se cobijan como pueden. Y cuando el agua les zarandea, vuelven a empezar en lugares similares. Un círculo vicioso en el que no hay pasado ni futuro. Solo un eterno presente que renace cada día en Petrópolis

Las chozas se agrupan se equipan como pueden con canalizaciones, electricidad y televisión por cable. El que puede, se pasa al ladrillo. Pero nunca hay cimientos. Así las cosas, en los últimos 40 años, la superficie favelera se ha duplicado

¿Quiénes viven allí? La historia brasileña nos cuenta que la liberación de los africanos esclavizados se produjo en 1888. Obtuvieron la libertad, pero no ningún acceso a una vivienda digna. Y utilizaron las colinas que envuelven la bahía de Río para construir las primeras favelas, en las que siguen sus descendientes todavía. Nunca se produjo en Brasil una iniciativa gubernamental para dar acceso a la propiedad de la tierra esas familias ni a los que les sucedieron en el tiempo. Y sus precarias condiciones de vida jamás les han permitido obtener un crédito para comprarla.

La realidad es que quien consigue un trozo de talud para asentarse, solo se mueve de él cuando el agua lo hace deslizar. Y les da igual si el riesgo es elevado o no. Si consiguen salir con vida, vuelven a ese lugar o a otro parecido. Porque son los únicos en los que solo encontrarán la competencia de quienes estén aun peor que ellos.Esto también ocurre en Petrópolis

Se asume el riesgo, porque no existe otra opción. Primum vivere, deinde philosophare. Trabajan por allí cerca, sus hijos tiene la escuela también a poca distancia de su casa y si se els ocurre dejar la “mansión”, inmediatamente estará ocupada. Tener un cobijo está por encima del riesgo existente. Da igual informar de que cuando llueve van a pasar cosas terribles. Lo más terrible es no tener donde dormir. Y solo queda el recurso tranquilizante de pedirle a Dios que no se acuerde de ellos cuando llueva.

Ya hemos hablado aquí de otros episodios de inundación en la zona. Hace solo 11 años, también en el fatídico comienzo del año, la lluvia arreció en Río. Consecuencia, 900 personas perdieron la vida en la zona afectada por la precipitación. Todos saben lo que puede ocurrir, no es una cuestión de ignorancia. Cada vez que una inundación arrasa una favela, se publican informes escalofriantes que allí se divulgan por parte de los gestores del agua municipal. Concretamente en Petrópolis, una quinta parte de la ciudad es inundable para bajísimos períodos de retorno de las lluvia. Y más de 7.100 familias deberían ser reubicadas.

Por desgracias, el patrón de lluvia está .cambiando a peor. Son más intensas y localizadas que antes. La megápolis de São Paulo, la ciudad más grande de América, los días con precipitaciones superiores a 100 l/m² se han triplicado en las últimas dos décadas. Y así sucede en otras grandes ciudades del país.

Periódicamente, la lluvia cae con fuerza y la tierra se abre bajo los pies de los faveleros. Laderas edificadas con ciento de chabolas deslizan hasta enterrarse en un mar de fango. No queda una en pie. Los damnificados saben que hay que volver a empezar. El gobierno federal y el estatal ya han hecho sus estudios y saben que las soluciones son complicadas, caras e inabordables. Reubicaciones y actuaciones en la cuencas altas de los cauces. Ya lo hemos indicado aquí en un artículo de hace dos años.

Con la pandemia, el gobierno decidió no intervenir. Su argumento, que confinar a los faveleros sin poder moverse sería sentenciarlos a una muerte lenta por imposibilidad de buscarse la vida. La realidad ha sido muy diferente, para peor.

Se imponen actuaciones duras y caras. Porque si no se abordan, volverá a ocurrir lo mismo en la próxima tormenta. Los afortunados que hayan podido salvarse de esta y encontrar un lugar menos peligroso para viovir, habrán sido inmediatamente sustituidos por otros que también se creerán afortunados por haber encontrado un lugar para vivir.

Consecuencias nefastas y siempre repetidas cuando el agua mata. Esta vez, en Petrópolis

Lorenzo Correa

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