El río Tajo, a su paso por la imperial Ciudad de Toledo, es una fuente inagotable de sorpresas. Por desgracia ya no podemos contemplar y admirar muchas de ellas. Además de aceñas  y molinos, tampoco está el artificio de Juanelo Turriano. Aquel complejo de torres, que subía el agua al Alcázar en los siglos XVI y XVII. Gran precursor de las bombas, ya no queda nada de sus torres mágicas que permitían al agua salvar un desnivel de casi un centenar de metros. Tampoco de las aceñas.

Además, había puentes que todavía hoy nos sorprenden por su prestancia y nos permiten cruzarlos, como el de Alcántara situado a los pies del castillo de San Servando.

Pero en nuestro paseo juevesino de futuro del agua, nos hemos fijado en los restos de una aceña situados aguas abajo del citado puente. Es lo que queda de los molinos de Daicán, que ocupaban el cauce con sus ruedas horizontales bien protegidas por tajamares. Emergen los recuerdos en el centro del cauce. Nos parece escuchar el monótono fragor de las ruedas molturadoras, tan activas durante siglos.

Recordamos su presencia en el dibujo de El Greco. Fue en su “Vista y plano de Toledo» realizado hacia 1610.  Pero ya no hay aceñas, ni ruedas. Solo tres cuerpos mutilados sobre el que se posan grajos y grajillas. Solo queda la curva cerrada que acoge las aguas del arroyo de la Cabeza. Y, aguas abajo de las aceñas, las moles rocosas que encajonan el río.

Nos alejamos de las aceñas entre peñascos recordando a Don Miguel de Cervantes . » Toledo, peñascosa pesadumbre, gloria de España y sus ciudades».

Nuestra pesadumbre es por la desaparición de las aceñas. Por Toledo, eterna alegría

Lorenzo Correa

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