Llegó el verano otra vez y en las cuencas mediterráneas, los cauces se convierten en ramblas, ofreciendo su lecho a algo tan natural como ser el camino por el que discurran las aguas de la lluvia cuando caigan copiosamente. Ahora el cauce está seco y no tiene prisa por verse visitado por impetuosos caudales. Cuando lleguen serán bienvenidos. Y les ofrecerá una vía de escape rápida.

Tiempo de verano, de ausencia de caudales continuos y de añoranza de la humedad. Sentados en el mirador del cauce seco, nos embarga el alma la amenaza de los incendios forestales. Poco podrá hacer el cauce seco para evitarlos. Aquí no hay agua. Habrá que ir a buscarla al mar, siempre cercano en estas cuencas. O a esos embalses,  todavía denostados por muchos y a los que nosotros siempre miramos por su cara más amable.

Benditos embalses en los que las presas son capaces de retener el agua cuando sobra para hacernos regalo de ella cuando la necesitamos. Aljibes grandiosos en los que abreva el hidroavión o bebe la bomba de los bomberos. ¡Qué haríamos sin ellos en estos veranos sureños de cauce seco!

Mientras llega el incendio estival, por desgracia inevitable, reflexionamos ante el cauce seco sobre lo natural. Para algunos, lo natural siempre coincide con lo agradable. Decía nuestro admirado José Pla que lo agradable es tan natural como lo desagradable. Pero que lo inexplicable es como determinadas cosas pueden llegar a ser naturales.

En cualquier caso, nuestro cauce seco, lo es. Aunque sus márgenes hayan sido mancillados por la urbanización de su zona inundable. Las cosas del progreso. El verano trae a las cuencas mediterráneas cigarras y veraneantes. Las primeras, ya tienen vivienda. Residen en los árboles a los que se abrazan con cuerpo y alas para chupar su savia vegetal. Pero los segundos, también necesitan abrazarse a una casa donde vivir, a un restaurante o a un bar donde chupar bebidas refrescantes durante su estancia vacacional.

Todo natural, aunque a veces pueda ser desagradable, como el cauce seco

Lorenzo Correa

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