Frente al mar, la fascinación se desencadena como una tormenta perfecta. Algas y espumas dan la nota efervescente y colorida que sitúa al observador ante un mundo en el que siempre amanece.
De algas, espumas y mar fascinante va el poema que hoy nos regala Dora González Bueno, poeta paraguaya. Mirando al mar, renacen en el alma de Dora emociones y sensaciones. Algas y espumas son sus signos visibles. Del desierto de la desesperanza y el miedo, al mar de la alegría y el dolor al mismo tiempo.
El desierto también fascina, pero el mar es un refugio más seguro para los poetas. Su fascinación es ilimitada por el agua y por sus algas y espumas. La del desierto, su antítesis, se deriva de la ausencia de agua. Por eso, el mar atrae más al vate. Quizás recuerden aquella frase de Robespierre: “¿Quién se opone a mis ideas? Los escritores, los hacedores de versos… ¡Enviémoslos a los desiertos!»
En el mar, están más seguros, aunque a veces la fuerza desatada de relámpagos convierta al agua salvadora en una condena.
Frente al mar de la poesía de algas y espumas, rememoramos a esta paraguaya singular. Una extraordinaria mujer “que se sirve de la poesía para sobrevivir muriendo”, según escribió Augusto Roa Bastos . Dora González Bueno, loada también por Unamuno y por Juana de Ibarborou. La que liberó a la poesía de su país de un molde cuadrado y pacato. Para liberarla en el mar. Ese mar enamorado de una roca al que cantó también en otro poema, cuyas aguas se adaptan a cualquier molde. Hasta que lo colma con sus verdes lágrimas, amargas como sus penas.
Aunque también ilumina sus aguas con el sol alegre de los días claros. Por sus aguas navegan los poetas, entre algas y espumas. Y Dora los contempla, hoy con todos nosotros, frente al mar.
Lorenzo Correa
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