Cuando oímos hablar de un río amarillo, nuestra mente se traslada a la China milenaria que ese río atraviesa. A ese Huang-He, al que el sedimento que siempre colorea sus aguas, le dio el “alias” de amarillo. Son 5000 km de cauce, los del gran río que engendró la civilización China.
Pero, paseando por nuestros ríos, tan lejanos del gran país de oriente, también encontramos un río amarillo. Y muy humano en sus dimensiones, comparado con el gigante asiático. No tiene miles de kilómetros e cauce, ni decenas de afluentes principales, ni siquiera arrastra tantos sedimentos como para colorear sus escasas aguas continuas.
Es un río modesto, casi siempre seco, sin regulación alguna y afluente de un afluente del río principal de su cuenca.
Pero, en otoño, es amarillo. Y lo es, gracias a las margaritas de ese color que intentan dar un barniz alegre a sus escasos caudales. Eso sí, solo lo veremos así si lo contemplamos desde márgenes o puentes.
Cuando nos solazamos con un paseo por su ribera, preferimos no pensar en especies invasoras. Ni en nada que nos amargue el día. Es mejor, aunque solo sea por unas horas, admirar la gama cromática que se nos ofrece a la vista en un día otoñal, claro y agradable para estirar las piernas y abrir la mente.
Qué lejos queda este otoñal río amarillo de su homónimo chino. Ese Huang He, tan atarquinado tradicionalmente por el lodo. Uno, florido y vistoso, con su cauce apenas visitado por el agua y el sedimento. El otro, tan alterable por el lodo, que en 1855 cambió su curso final e invadió el cauce de otro río para llegar al mar. Pero esa es otra historia, que ya contamos aquí hace un tiempo. Historias de ríos, con el amarillo como nexo de unión. Margaritas y lodo coloreando ríos.
Lorenzo Correa
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