La épica de la tempestad. De Quevedo a Baldomero Fernández


 

De Quevedo a Baldomero. De la España del Siglo de Oro a los barrios porteños de la Argentina de la primera mitad del siglo XX. Distintos y distantes, dos poetas unidos por la épica de la tempestad.

Ya hemos disfrutado aquí de sendos poemas salidos de sus respectivas plumas. Por eso, como les conocemos bien, nos permitimos invitar de nuevo al poeta argentino, para que, con motivo de una tormenta, nos desvele su quevedesco motivo de la tempestad.

Quevedo transformó la épica de la borrasca, interpretándola en el mar, como un elemento natural destructivo para el navegante. Pero Baldomero interpreta la tempestad tierra adentro. Quevedo imaginó las olas tempestuosas del mar alcanzando “las orillas del cielo”. Y dejando abajo un abismo de arena.

Baldomero, deja a un lado los caóticos mares de la vida y solo espera, inquieto, solo y desasosegado, que descargue la furia de la tempestad.

Su entorno es urbano, lejos del mar bravío e infinito, se refugia en una plaza cuyos parterres están agostados por los rigores del estío. Y lo único que desearía es que la lluvia recia e intensa cayera sobre sus hombros  y lavara su alma de penas.

Loable intención. Pero nada fácil de conseguir solo con la presencia de una tempestad. Porque para lograrlo, no solo hay que esperar la caída del agua en una  humilde plaza. También hay que alzarse hasta las nubes hasta alcanzar la orilla del cielo.

La tempestad no puede hacerlo todo ella sola. Necesita la colaboración del triste para que sus penas recorran el camino inverso al de las gotas de la lluvia. Y se evaporen, como más tarde o más temprano les sucederá a esas gotas.

Si los senderitos y los árboles duermen brillantes tras la lluvia, el alma del apenado también puede hacerlo. Solo hace falta un esfuerzo voluntarioso, que facilita comprender los valores metafóricos de la tempestad. Y su factor desencadenante es el relámpago de la poesía. Para que el agua nos haga brillar después de la tempestad

Lorenzo Correa

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