Luis Palés Matos, el poeta portorriqueño que ya nos deslumbró con su visión del río, hoy nos adentra en el oscuro orificio del pozo.
La alegría que insufla la esperanza de uso al ver fluir agua por un cauce, se desvanece en el pozo.
También en ese río seco en el que Palés nos enervaba con sus versos. Porque apelaba a la ensoñación melancólica de su visión de lo que debería ser un cauce cuando el agua no estaba presente.
Aquí, el pozo palesiano, angustia al poeta. Y sus versos se encadenan emitiendo imágenes oscuras, lóbregas, húmedas. Como las que nos invaden a todos cuando caemos a un abismo insondable en nuestros sueños.
Intuimos que estamos a punto de sumergirnos en aguas sordas y profundas. Asociamos el fondo del pozo con el dolor y la incomodidad extrema de la ciénaga. Todos son tinieblas en nuestra tenebrosa pesadilla. Y allí en el fondo, solo hay algo que brilla entre las sombras.
Es la luna, nos dice el poeta, que, al reflejarse en el agua muerta, envuelve la realidad en su brillo mortecino. Y le hace recordar la soledad de su alma, encarcelada por la vida en las profundidades insoldables solo advertidas tenuemente desde el brocal.
Pero también se advierten los reflejos en el agua del mundo alegre, representado por la luz de la luna y las estrellas, que cada noche clara se miran y nos miran en el negativo espejo de agua negra. Es lo que no se puede asir, pero sí ver. Lo elevado visto desde el fondo del pozo.
La única esperanza entre tanta sombra subterránea y tanto lecho seco superficial. Con estas dos maneras de fantasear con el pozo profundo y con el río seco, el poeta nos conecta con algo bueno. La posibilidad de redención, de acceder a lo más alto. Gracias a que lo podemos ver por el infinito poder reflexivo del agua. Porque el agua, en ese fondo de pozo es lo único que nos puede salvar.
Oyendo a la «rana misántropa” que «agazapada sueña»
Lorenzo Correa
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