La semana pasada mostramos un río misterioso. Porque perdía sus aguas naturalmente y nadie sabía dónde iban a parar. Hasta que se descubrió que era un desaparición momentánea, ya que unos kilómetros más allá, volvían a  aparecer. Era el lugar donde nace y comienza a crecer el río Garona.

Sin embargo, hoy queremos seguir con el misterio fluvial. Porque caminando sin rumbo por esas vaguadas de Dios, nos encontramos con un cauce que desaparecía.

Era modesto, como comprobarán en las fotos con que ilustramos estas letras. Pero era un cauce. Y muy humano, además, con esa dosis de misterio.

Lo examinamos más de cerca y lo que vimos, nos gustó y no nos gustó. En cualquier caso, el misterio se desvaneció inmediatamente. No era más que un nuevo caso de cauce humano interceptado por una obra humana.  La parte negativa del asunto es la desaparición de la estética fluvial. Y de todo lo que de vital se relaciona con ella.

El resultado es feo, porque el modesto cauce, sin misterio, es engullido por una canalización. Y sobre ella, el progreso todo lo tapa, una estación de ferrocarril.

La parte positiva, sin estética, es que la estación permite a los usuarios moverse en un medio poco contaminante. Y acceder al tren con las máximas comodidades de estacionamiento de vehículos y de acceso para discapacitados en ascensor.

Aunque algo de misterio continúa existiendo para nosotros. Porque no sabemos por dónde acabarán saliendo las aguas circulantes (cuando circulan, que el cauce es muy modesto de cuenca).

En algún lugar seguirán su curso a cielo abierto. Pero cualquiera lo averigua, con todo lo que llevan encima.

Recen lo que sepan para que no se obture la embocadura. O para que ningún obstáculo sólido obture la cobertura. Se desvelará el misterio del destino de las “aguas subterráneas”. Pero los usuarios no se moverán con tanta comodidad. Porque entonces sí sabremos que las aguas que no pueden entrar en la cobertura estarán mojándoles los pies. Como mínimo

 

 

 

 

Lorenzo Correa

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