¿Es saludable el cloro? Riesgos asociados con la desinfección inadecuada del agua


 

Beber agua es una necesidad humana. Tenerla en el grifo de nuestra casa es ya una costumbre para la parte más desarrollada de la civilización humana y un desiderátum para el resto. Sin embargo, necesitamos también cloro para beberla con confianza. Aunque muchos no las tengan, ni así, todas consigo.

La benéfica reunión del agua y el cloro, ya hace más de un siglo, pervive en un larguísimo matrimonio, que ha aguantado los embates del ozono y otros pretendientes. Pero que hoy sigue firme. En su indisolubilidad confiamos los bebedores del grifo. Esta es la historia del idilio entre ambos. Cosas del pasado que contamos en el presente para poder elegir el mejor camino al futuro del agua.

La escocesa ciudad de Glasgow tiene el privilegio de haber sido la primera en contar con una red de abastecimiento de agua a domicilio. Sin cloro, pero filtrada. Hablamos del año del Señor de 1804. París se dio por aludida y dos años más tarde, inauguró su primera planta potabilizadora. Su innovación residía en que primero se decantaba durante 12 horas, para luego filtrarse con arena y carbón. Este filtro de arena y carbón, se convirtió en el principal elemento de confianza para los bebedores.

Sin embargo, esta confianza se veía defraudada cada vez que una epidemia de cólera hacía sus estragos. Afortunadamente, en 1855. John Snow se dio cuenta de que el pozo de Broad Street en el Soho londinense, había causado la epidemia de 1854. Y todo el mundo supo que el cólera se manifestaba cuando se bebían aguas contaminadas con materias fecales. Loor a Snow.

Luego llegó Pasteur para demostrar que los organismos microscópicos transmitían enfermedades a través del agua. Aunque no fue hasta el siglo pasado que supimos que el agua turbia no era solamente un agua nada bonita ni agradable a la vista. También era un refugio de patógenos que seguían ahí por muchas veces que se filtrara.

En Hamburgo, en 1893 se conocieron los novios. Allí el cloro se unió por primera vez con el agua, como documenta un artículo periodístico de la época. En él se proclamaba que con esa mezcla, el agua estaría liberada de gérmenes

Pocos años más tarde, cuando acababa el siglo, la inglesa ciudad de Maidstone fue la primera   en tratar toda el agua de su red con cloro. En 1905, Londres tomó nota y comenzó a pensar en adoptar la solución

Tres años más tarde, la idea ya había cruzado el Atlántico. Chicago y Jersey City se convirtieron en las primeras en Estados Unidos en purificar el agua con este proceso. El matrimonio, se había consumado.

Y así, el agua potable comenzó a llegar al grifo protegida por un agente desinfectante. Las consecuencias de este matrimonio fueron muy beneficiosas para la humanidad, ya que desde el principio se comprobó cómo se reducían los brotes epidémicos.

Pero en algunos países europeos, nuestra parejita no triunfó. Prefirieron otras parejas para el agua. Sobre todo, porque no les acababa de convencer el sabor ni los subproductos resultantes de la mezcla. Esto ocurrió en Holanda, Suiza y Alemania. Los tres implementaron sistemas de suministro de agua potable sin desinfectantes remanentes en el agua.

De todas formas, hoy en día, la cloración del agua del grifo es el método más común de desinfección, usado en casi todas las potabilizadoras de las grandes potencias del mundo.

 

Pero volvamos la vista atrás y sepamos cómo apareció el cloro. Los seres humanos ya disfrutábamos de sus ventajas en nuestros propios cuerpos, sin conocerlo aún. Porque es vital para el normal funcionamiento de nuestras células .Y necesitamos más de 2 gramos diarios y lo obtenemos fácilmente de los alimentos que ingerimos.

Sin embargo, la mezcla de agua y cloro genera compuestos orgánicos, como el cloro libre o el combinado residual, que pueden ser tóxicos. De hecho, la legislación establece límites máximos diarios para ambos, de 2 mg/l y de 1 mg/l respectivamente. De todas formas, ingiriendo alimentos y sal, nos metemos en el cuerpo entre el triple y el séxtuplo de esa cantidad cada día.

En nuestros días, la desinfección del agua es el último eslabón de la cadena de la potabilización. Y la garantía máxima de calidad bacteriológica de lo que bebemos

Pero aunque hasta hace pocos años, el cloro haya sido el desinfectante indiscutido, estudios muy recientes indican que puede tener efectos secundarios y colaterales. Así se ha comenzado a resquebrajar la unión y se ha quebrado algo la confianza. Porque el ozono ha aparecido como el nuevo “novio” del agua. Y el cloro ha tenido que defender su matrimonio de esta amenaza. Así comenzó la guerra comercial entre ambos productores en la que estamos inmersos. Una guerra por la confianza, como todas las del futuro del agua.

Los defensores del cloro alegan que ha sido el agente químico que más vidas ha salvado en el siglo XX. Los detractores, aportan analíticas de detalle que solo fueron posibles a partir de la década de los 70 del siglo pasado. Con ellas, demuestran la presencia de compuestos orgánicos en el agua, hasta entonces no identificados, que al reaccionar con el cloro, generan como subproducto los trihalometanos. Y ellos están señalados como potencialmente peligrosos. Por esta brecha, ha entrado el ozono en nuestras casas.

Claro que todo depende de cómo se actúe en la planta potabilizadora. El cloro gas o el hipoclorito, son muy manejables y se pueden dosificar con exactitud y comodidad. Además, es posible evitar la generación de trihalometanos, mediante la preoxidación con permanganato potásico en cabecera de planta. Pero si se dosifica al principio y al final del proceso, aumentan las probabilidades de que el agua contenga un exceso de productos indeseables.

Por su parte, el ozono es ideal para desinfectar. También optimiza la coagulación/floculación. Pero sus costes de operación son elevados y es difícil de mantener. De todas formas, aunque legalmente se permita la ausencia de desinfectante residual en la red de distribución, no hay operador de red que asuma ese riesgo. Por ello, siempre tendremos cloro en la red cuando el agua sale de la potabilizadora. Como hoja de ruta para el futuro, lo ideal sería aplicar un proceso de desinfección que combine desinfectantes. Por ejemplo, permanganato-cloro, ozono-cloro o los tres a la vez.

Hecho este repaso cronológico, con visión de futuro, no estaría de más conocer o recordar más cosas de cómo llegó el cloro a maridarse con el agua. La primera razón para reclamar una pareja sana para el agua fue la proliferación de grandes ciudades en el siglo XIX. Porque cuantos más vecinos, peor calidad del agua en ausencia de tratamientos, inéditos en aquella época.

Se impuso la ingeniería sanitaria para luchar contra las enfermedades infecciosas tan ligadas al consumo de agua. Había que llevarla de lejos o consumirla de los lugares más cercanos. En el primer caso, el transporte era peligroso por la facilidad de que el agua se contaminara y en el segundo, la cercanía de pozos o arroyos a vertidos humanos, producía la misma consecuencia.

Había que buscar algo que resolviera el problema. Y el cloro estaba ahí, casi en todas partes. Porque es un elemento químico natural, componente básico de la materia. Se encuentra en casi cualquier roca terrestre y abunda en el agua marina.

Fue un farmacéutico sueco, Carl Wilhem Scheele, quien en 1774, lo descubrió. Experimentando en su pequeño laboratorio, en su pequeño dejó caer unas gotas de ácido clorhídrico sobre dióxido de manganeso y apareció un gas de color amarillo verdoso. Era el cloro.

Su primera aplicación fue como germicida  y tuvo su protagonismo en la lucha contra la epidemia de «fiebre infantil» en el Hospital General de Viena, en 1847. Aquí se consagró como arma letal contra las infecciones, los virus y las bacterias en el ámbito doméstico, en hospitales, piscinas, hoteles y restaurantes. Donde hay gente reunida, hay cloro preparado para bacterias y virus de lo que tocan.

Desde el primer momento se alabaron sus beneficios. No son pocos. Porque acaba con la mayoría de los patógenos combate sabores y olores desagradables. Además, evita el crecimiento de bacterias limosas, mohos y algas en los muros de los depósitos y en el interior de las canalizaciones de distribución. Y algo más, porque genera residuos que evitan nuevas invasiones microbianas. Sin olvidar lo más importante. Que supone una eficaz protección del líquido elemento en todo su viaje hasta el grifo. A todo esto, hay que añadir que es fácil de controlar su presencia y su coste es muy razonable

Como ya hemos indicado más arriba, su único “pero” es la generación de subproductos de desinfección, también conocidos como DBP. Todo depende del tipo de compuestos orgánicos que tenga el agua bruta a la que se le añade. Y puede generarse cloroformo, que produce radicales libres que pueden afectar la salud. Todos recordamos también el característico olor del agua clorada, que a muchos les impide consumirla. Y el sabor agrio que provocan microbios que han quedado fuera de combate, pero que aún están en el agua.

En cualquier caso, la Organización Mundial de la Salud asegura que «los riesgos para la salud de estos subproductos son extremadamente pequeños en comparación con los riesgos asociados con la desinfección inadecuada«. Por eso en este siglo largo de unión del agua y del cloro, se ha mejorado la salud y se ha salvado la vida de cientos de millones de personas en el mundo. Y es que el cloro ha sido un escudo impenetrable para evitar la propagación de enfermedades transmitidas por el agua.

Por ello, cada vez es más evidente la preocupación por los efectos de los subproductos clorados antes mencionados. Y consiguientemente, el uso de desinfectantes alternativos como el ozono, ha ido en aumento. Sin embargo, las ventajas superan a los inconvenientes. Y nuestra pareja continúa unida. Esperemos que, si alguna vez se produce el divorcio, el agua salga favorecida con la nueva coyunda.

 

Lorenzo Correa

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