Nuestros ríos humanos son caminos por los que el agua, risueña, vaga sobre la tierra. Nuestros humanos ríos, en muchas ocasiones no llevan agua. Y la risa se detiene hasta que llueve, porque el río se apaga. Para nuestra satisfacción estética y la de los bañistas y pescadores, el cauce siempre llega al final. Al mar. Y el río se enciende en el mar.
Se enciende al divisar las olas verdes, blancas y azules que van limando al bañista. Que lo convierten en un trasunto de rocas y arenas. Ellas van perdiendo su forma por la erosión de la lima. El bañista se despersonaliza. Pierde su relieve y se queda atónito y maravillado. Lo único que se le ocurre es contemplar el mar. Por eso decimos que el río enciende el mar. Porque nos permite dejarnos y contemplar.
Nuestra fantasía se agota cuando el río se enciende en el mar. En él todo cambia continuamente hasta vencer nuestra razón. Entonces, vemos el mar liso y monótono. Pasamos del placer inicial a un malestar inexplicable.
Mirad ahora como el río se enciende en el mar, en este Mediterráneo veraniego que os mostramos. Nos recuerda a Manuel Machado. Contemplad el horizonte largo y profundo. Pasan nubes grises, transparentes. Las olas se persiguen incansables.
El río se enciende en el mar silente que acentúa nuestra soledad. Solos en la playa que nos regalan los sedimentos aportados por el río. Oyendo el silencio del agua, que nos estremece con el escalofrío del misterio
Lorenzo Correa
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