Cultura del agua y toallitas húmedas


En el ámbito de la gestión del agua es imprescindible que los gestores cambien su forma de enfocar los problemas para encontrar de una vez y antes de que sea demasiado tarde, las soluciones que se resisten a aparecer. Esta idea es el leitmotiv de futuro del agua y en su difusión debemos perseverar para que quien esto lea encuentre algo diferente respecto a los millares de páginas que en el mundo cada día llenan su espacio con la expresión de  opiniones, ideas e informaciones sobre el particular

La pregunta que en voz alta nos hacemos hoy es la siguiente: ¿Ese cambio debe ser cultural, ahora que tanto se habla de cultura del agua? A la cultura se llega desde la educación, por eso dicen que la educación sirve para tener cultura, al desarrollar y perfeccionar las facultades intelectuales y morales.

Aunque en el llamado primer mundo hídrico ya parezca que estemos muy educados en el ámbito de la gestión del agua, hay que seguir avanzando, no nos podemos parar. ¿Cuál podría ser el siguiente paso en el avance de nuestra educación acuática, que supusiese una diferencia tangible con algunas creencias que sustentan las viejas y las nuevas culturas?

Aquel que estuviera basado en una educación en valores que otorgara el mismo peso a la inteligencia emocional que a la inteligencia técnico-racional. Porque la inteligencia emocional es lo único que puede remover el ya bastante anquilosado modelo de las viejas y las nuevas culturas, cuyos valores están basados en paradigmas tan excluyentes como corrosivos del diálogo, sustituyéndolo por el paradigma de la confianza.

Y porque el debate hídrico no es exclusivo de los expertos de uno u otro bando, sino que compromete a todos.

La sabiduría del experto está siempre envuelta en un velo opalino que ensombrece algo la relación esencial entre su reflexión científica o la decisión administrativa y las condiciones generales de la gestión del agua. Así llevamos casi un siglo nuestro primer mundo hídrico: con pocos avances en el consenso, porque siempre hay una guerra de agua declarada, larvada, más o menos fría o caliente.

Cuando conseguimos tener conectados la mayoría de nuestros municipios a sistemas de saneamiento eficaces, que lo nuestro nos cuesta mantener, nos encontramos con que el gran enemigo de su óptimo funcionamiento es un adminículo tan agradable de usar como complicado de eliminar: la civilizadísima e higiénica toallita húmeda que al llegar a la depuradora se quita su disfraz amable para aparecer como el terrible monstruo imposible de vencer por las sofisticadas y modernas plantas porque atasca sus conducciones, genera otro tipo de residuos y nos pasa una factura a los clientes cercana a los 1000 millones de euros anuales en la Unión Europea de civilizados y educadísimos habitantes que a pesar de sus títulos universitarios, su militancia sincera en ONG’s  y sus magníficas bibliotecas particulares, siguen tirando toallitas al retrete.

Mientras tanto, en el mucho menos culto y educado tercer mundo hídrico, esas toallitas son un lujo inaccesible y por ello no producen ese problema, simplemente porque depuradoras hay pocas y menos que funcionen y porque nada puede arrojarse al retrete porque tampoco hay. Superbacterias indestructibles, cólera, tifus, emigración… y toallitas. En todas partes hay problemas con la gestión del agua, sea cual sea la cultura y la educación del cliente.

Culturalmente, la gestión del agua en el siglo XXI se basa de dos conceptos antes más distantes y ahora muy cercanos: Agua y biodiversidad, cuya coyunda se remonta a la noche de los tiempos, aunque ahora ya haya sido legalizada en muchos países avanzados que han promulgado leyes para la recuperación de la biodiversidad, cuyo objetivo es la protección de ríos, humedales, lagos, acuíferos y aguas litorales para preservar la existencia de una gran variedad de especies. Es un centro de la misión que la ley se expande hoy en entornos terrestres y marinos. Para ello se necesita la complicidad (cultural, ética y económica), de las asociaciones que reúnen a los “iniciados” y de la comunidad empresarial en un círculo virtuoso cuyo lema sería: “lo que es bueno para el agua también es bueno para la biodiversidad y para el ser humano”. La lucha planteada por esa nueva cultura emergente se sustancia por lo tanto en batir a los dos grandes enemigos de la humanidad: el cambio climático y la pérdida de biodiversidad. Y las toallitas.  Pero, otra vez son los expertos los que como siempre hasta ahora, lideran a las huestes que deben acabar con esos terribles y enigmáticos enemigos.

Recientemente y con ocasión de cumplirse los 25 años del lanzamiento de su primer  manifiesto, la denominada Unión de Científicos Preocupados (Union of Concerned Scientists), que se unen para pedir más ciencia para conseguir un planeta saludable y más seguro- (http://www.ucsusa.org/), ha publicado su segundo manifiesto de advertencia sobre el estado del planeta. En él se solicitan adhesiones de todos los científicos deseen evitar la miseria generalizada causada por el daño catastrófico que estamos infligiendo a la biosfera, mediante la práctica de  una vida vida más sostenible desde el punto de vista ambiental que la practicada hasta ahora.

¿Es la desastrología la mejor forma de conseguir tan loables propósitos? Porque en el manifiesto se nos informa que nos encontramos en colisión con el mundo natural, en el que ya se agota el ozono y la disponibilidad de agua dulce, colapsan las pesquerías marinas, las zonas muertas pueblan los océanos, desaparecen los bosques, se destruye la biodiversidad y el omnipresente cambio climático y el crecimiento continuo de la población humana acabará con nosotros.

La solución, para ellos pasa porque  «los científicos, los pensadores influyentes a través de los medios y la sociedad civil deben insistan en que sus gobiernos tomen medidas inmediatas como imperativo moral para las generaciones humanas actuales y futuras y para el resto de los organismos. A través de una oleada de esfuerzos organizados desde la base, una oposición obstinada a no poner solución adecuada puede ser superada y los líderes políticos obligados a hacer lo correcto. También es hora de reexaminar y cambiar nuestros comportamientos individuales, incluida la limitación de nuestra propia tasa de reproducción (idealmente al nivel de reemplazo como máximo) y reducir drásticamente nuestro consumo per cápita de combustibles fósiles, carne y otros recursos».

A pesar de que la desastrología nos traslada continuamente sus apocalípticos presagios, seguimos tirando toallitas húmedas al retrete. Para no acabar de nuevo en un callejón sin salida, toca ahora cambiar la estrategia y  quitarle el velo, “incomodando”, a la forma de administrar la “hidrocultura” por los expertos.

Recientemente leímos un interesante trabajo de George Monbiot, columnista de The  Guardian, en el que proponía algo tan simple y tan complicado como cambiar las palabras con las que se designa todo lo relacionado con la protección del entorno en la jerga ecologista que ya consideramos idioma oficial del medio ambiente. Monbiot aboga por poner nombres mágicos, que emocionen, que subyuguen al no experto para conseguir que desde la emoción y el asombro, la manera de actuar del cliente cambie.

Apuesta porque los ecologistas profesionales se asesoren de poetas y lingüistas para ayudarles a encontrar las palabras que enganchan. Es decir, unir la exuberancia de la naturaleza con la del lenguaje y utilizar a este último para defender a la primera. Otro ejemplo nada baladí de cambio conceptual en la mentalidad del experto.

Mientras este cambio se materializa, la vieja o nueva, pero arcaica, manera de concebir la hidrocultura induce a creer que no incumbe a los ciudadanos sino a los especialistas (que aplican el poder político, el poder científico o el poder económico en el caso de los ejecutivos del agua: su potencia legal o su potencia técnica o económica) y sobre el cual el contribuyente de a pie, poco o nada podrá realmente aprender o comprender.

Elevemos el nivel de la discusión, que incumbe y compromete a todos, pues de todos forma el agua parte, porque no sólo estamos capacitados para entenderla sino también para participar e incidir en ella. Ello implica un esfuerzo por recuperar nuestra capacidad de control sobre el debate del agua, similar al de la salud, la educación, el deporte, el arte o la política. Ello no implica negar la existencia o impedir la actuación de especialistas, profesionales o ejecutivos en estas áreas, pero su real existencia no nos impide sentir que nos pertenecen y forman parte de nuestra propia existencia.

El paradigma de base de la hidrocultura representa lo que nos parece incuestionable en cada época: en la vieja cultura, la construcción de embalses y canales para el riego, el dominio de los ríos y la conquista de los acuíferos. Al comenzar nuestro siglo en la nueva cultura, el agua del mar, el ahorro, la reutilización, la preservación del patrimonio y la eficiencia eran nuestra salvación y la de los seres que viven en el agua.

Íbamos a lograr en pocos años aumentar la garantía de uso de los recursos y la mejora de la calidad a un precio asequible para los ciudadanos sin destrozar el medio y con un consenso universal. Los «paradigmas de base», cambiaron: la aportación del conocimiento científico transdisciplinar a los grandes temas del agua, la adopción de tecnologías inocuas ambientalmente y eficientes económicamente y la participación ciudadana suplieron a los paradigmas del siglo XX. Distintos paradigmas en sociedades diversas, según sea la radicalidad de sus diferencias culturales.

Hoy es evidente que se ha producido un nuevo quiebre en los paradigmas de base de la gestión del agua, a causa de la desconfianza generalizada en los sumos sacerdotes de cualquier creencia, porque el consenso universal no se ha logrado  y además seguimos tirando toallitas al retrete . Por ello emerge un paradigma de base radicalmente diferente, que introduce a la filosofía (metafísica, epistemología, lógica, ética y estética), en el ámbito del sentido común que todos llevamos dentro. Éste no es coherente ni sistemático, aquella pretende serlo. Y esta introducción deberá conseguir que emerjan también con claridad los principios constitutivos de una nueva fase histórica en el discurso del agua, liberados del carácter marcadamente negativo que nos ha acompañado hasta ahora, que pone en evidencia un apego todavía vigente a los principios modernos, ya puestos en tela de juicio. Porque la filosofía se esfuerza en seducir al sentido común para modificarlo, lo que permite que comencemos a sospechar de muchas de nuestras certezas. La inteligencia emocional llama a la puerta en el ámbito de la gestión del agua. ¿Quién abre?

Es el reto, que el agua sea para quien se la trabaje de esta manera

Lorenzo Correa

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